Abierta en 1825 en el feudo del barón Morillo, la mina se convirtió en pocas décadas en una de las más profundas de la isla, con pozos que alcanzaban los 270 metros y un teleférico de vía estrecha que la conectaba con la estación de Imera para el embarque hacia los mercados europeos. Las galerías excavadas en calcarenita y arcillas salobres ofrecían un mineral purísimo, pero al precio de un trabajo extenuante en el que también participaban los carusi, adolescentes obligados a cargar sobre sus espaldas sacos de treinta kilos. Las crónicas recuerdan las duras luchas sindicales de principios del siglo XX y un doloroso registro de tragedias: la explosión de grisú del 22 de abril de 1863 que mató a 82 mineros, el incendio de 1867 con otras 30 víctimas asfixiadas por los humos de anhídrido sulfuroso, y el fuego subterráneo del 20 de octubre de 1911 que se mantuvo vivo durante diez días, causando 40 muertos y 16 heridos.
A pesar de la introducción de malacates eléctricos, hornos Gill de última generación y una planta de enriquecimiento externa capaz de tratar residuos de minas cercanas, la crisis internacional del azufre y las nuevas técnicas de extracción química marcaron el declive del yacimiento: la producción cesó oficialmente en 1979, mientras que algunas labores de superficie continuaron hasta 1986, cuando las máquinas enmudecieron y las chumberas, las retamas y los alcaparrales retomaron posesión de los montones de escorias.
Hoy, subiendo por el camino de tierra que parte de la SP 202, el visitante encuentra el castillete metálico, la sala de malacates, los restos del poblado minero y las bocas oscurecidas de los pozos: un paisaje suspendido entre arqueología industrial y naturaleza, donde los cristales azules de celestina aún brillan entre las escorias y un viento sulfuroso parece devolver las voces de quienes trabajaron en las entrañas de la colina. Guías voluntarios de la Asociación “Amigos de la Mina” acompañan a pequeños grupos al atardecer, cuando el polvo amarillo se enciende de destellos dorados y el cementerio de los caídos—cruces de hierro y mármol tragadas por la hierba—recuerda el tributo humano pagado por la modernidad.
Visitar Trabonella significa recorrer, en pocos cientos de metros, siglo y medio de historia económica, social y geológica de la Sicilia interior: un relato silencioso de ingenio y sufrimiento, grabado en las piedras y en las capas minerales que todavía huelen a azufre.