Recorrido por senderos que siguen el curso del río homónimo, este espacio verde ya era frecuentado en época helenística como refugio para ermitaños y peregrinos que se dirigían a los santuarios rupestres de la región. Conserva aún huellas de antiguos bancales agrícolas, utilizados hasta el siglo XVIII para el cultivo de cereales y viñedos. Las aguas cristalinas del Imera crean pequeñas cascadas y pozas naturales donde encuentran refugio anfibios raros como el sapo corredor, mientras el canto de ochenta especies de aves migratorias acompaña al excursionista hasta las ruinas de un viejo horno del siglo XIX, testimonio de la tradición extractiva local y símbolo de las fatigas campesinas que antaño modelaron el paisaje.
Hoy en día, el bosque representa un laboratorio al aire libre para estudios botánicos y arqueobotánicos, gracias a la presencia de especies protegidas como el laurel y el madroño, y ofrece a los visitantes itinerarios temáticos con el apoyo de guías locales que narran leyendas de bandoleros y de las familias nobles que en otro tiempo poseyeron estas tierras. En otoño, la alfombra de hojas doradas se convierte en escenario de excursiones fotográficas y naturalistas, mientras que en primavera la floración de amapolas y prímulas crea un mosaico de colores que cuenta la fertilidad del suelo volcánico.