La Mina La Grasta («pirrera Grasta» en el habla local) estuvo activa durante más de siglo y medio, desde la apertura de las primeras galerías en 1839, cuando los filones del Mioceno superior atrajeron empresarios de toda la isla. En pocos años surgieron castilletes de extracción, hornos Gill y los modestos alojamientos de los carusi, muchachos que bajaban hasta 150 metros cargando sacos de treinta kilos sobre los hombros. El 27 de noviembre de 1863, una tormenta convirtió el valle en un remolino de agua, inundó las galerías y mató a treinta y cinco mineros: una tragedia que revive en los cantos dedicados a santa Bárbara, patrona de los trabajadores del azufre.
En los años veinte, la empresa Ferrara instaló cabrestantes eléctricos y ventiladores, haciendo de La Grasta una de las minas más modernas de la zona. La pureza del yacimiento, enriquecido con delicados cristales azules de celestina apreciados por los coleccionistas de minerales, hizo que la mina fuera estratégica para la producción de fertilizantes, vidrio y explosivos destinados a los mercados europeos. El declive llegó en 1987, aplastado por la competencia del azufre extraído mediante el método Frasch y por la crisis energética: la maquinaria, los raíles y la gran chimenea de los hornos quedaron al aire libre, presa del viento y la vegetación.