En el siglo XVII, durante una epidemia de peste que golpeó duramente el interior de Sicilia, una mujer del pueblo prometió a San Cataldo, obispo y patrón, preparar cada año una gran rosca de pan como ofrenda votiva si la epidemia cesaba. Y así ocurrió: la peste se retiró y la “’ngiambella” – un anillo de masa fermentada, aderezado con aceite de oliva y semillas de hinojo – fue distribuida a todos los fieles reunidos en la iglesia Mayor en honor al santo.
Aún hoy, dos quintales de esa rosca son bendecidos la mañana del 22 de mayo y partidos en miles de porciones, ofrecidos a los peregrinos como signo de protección y unidad comunitaria. La fiesta se anima con puestos, músicas populares y la sugestiva procesión que acompaña la estatua de San Cataldo por las callejuelas adornadas de flores. Es una ocasión única para saborear un dulce sencillo pero cargado de historia, entre devoción y gusto, celebrando una antigua promesa hecha “con pan y fe” que aún hoy une indisolublemente la ciudad con su protector.